03-03-2018 LA VERDAD SIEMPRE ES RECONFORTANTE
En
la vorágine en que estamos inmersos, sometidos a una lluvia incesante de
declaraciones, noticias contradictorias, rumores, invenciones o directamente
falsedades distribuidas de manera consciente y no por inocente descuido, donde
tan difícil resulta en ocasiones discernir entre el trigo y la paja, es
consolador encontrar un respiro, un punto de sosiego, un resquicio para la
verdad. Personalmente lo he hallado en el mensaje que un amigo muy querido
distribuyó hace unos días a través de una red social, quizá la única de las
varias existentes en que sus integrantes lo hacen poniendo delante el nombre y
el apellido, no el sucio anonimato que es habitual en las demás con el
propósito deliberado de tener carta blanca para difundir toda clase de
sandeces, descalificaciones e insultos.
Mi
amigo ha hecho algo por lo común insólito. Tiene una enfermedad,
afortunadamente ya en trance de superación, cuyo nombre suele aparecer disimulado
entre eufemismos lingüisticos: larga, penosa, dolorosa y similares, para
ocultar la denominación correcta y concreta: cáncer. Esa actitud colectiva,
transmitida durante muchos años, ha servido para envolverla entre disimulos y
ocultaciones, forzando a familiares, amigos y conocidos a utilizar una especie
de lenguaje simbólico con el que transmitir insinuaciones o datos a medias con
los que querer disimular el sentido exacto y las dificultades de lo que estaba
sucediendo a la persona afectada. Como si el sufrido enfermo hubiera cometido
un mal voluntario del que ahora estaba sufriendo las justas consecuencias por
haber hecho algo indebido.
El
cáncer existe, como la gripe, las anginas o la próstata y no hay motivo alguno
para intentar ocultarlo, dejando que la rumorología corra a sus anchas. Tengo
la impresión de que eso ya viene sucediendo desde hace un tiempo, aunque
todavía con algunos reparos, por una especie de afección mal entendida con que
el círculo familiar intenta proteger al enfermo, como si la ocultación de las
palabras pudieran contribuir a su mejoría o curación. Por ello resulta muy
reconfortante que esta persona, seguramente consciente de lo que podría estar
sucediendo a su alrededor, haya salido al aire de la calle, por donde campa alegremente
la libertad, para contar, con pelos y señales, en un envidiable estilo directo,
exento de disimulos o adjetivos envolventes, la situación real en que se
encuentra y las circunstancias precisas que se han desarrollado a lo largo de
todo el proceso. Y esa actitud, además, nos ayuda enormemente a los demás,
siempre indecisos sobre lo que es más conveniente hacer.
Se
perfectamente que el arte del disimulo tiene numerosos adeptos. Desde tiempos
remotos, los partidarios de envolver con circunloquios la verdad han sido
abundantes y proliferan en los revueltos tiempos políticos y sociales que nos
ha tocado vivir. Romper esa dinámica, asumir la verdad y contarla ha debido ser
para mi amigo un ejercicio muy saludable, quizá tanto como lo ha sido para los
receptores del mensaje en los que, de paso, interpreto por mi cuenta, ha
producido un efecto balsámico a la vez que solidario, como cuando nos
desprendemos de una pesada carga que nos impedía poder respirar a gusto. El
artículo que aquí comento es una excelente pieza literaria surgida de la
búsqueda de la verdad y de la necesidad de exponerla sinceramente, sin tapujos
ni disimulos. Leerla ha sido una experiencia muy aleccionadora, estimulante,
resplandeciente. Como siempre debería estar la verdad. Y, de paso, humaniza el
siempre complejo y confuso tema de la salud y los hospitales.
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